jueves, 22 de noviembre de 2012

Epílogo para el Séptimo Centenario


Ensayo sobre la decadencia y el abandono de nuestro patrimonio

 

No sé sí calificarlo como señal de romanticismo o preocupante síntoma de vejez, pero confieso que me gusta pasear por las calles del pueblo durante las horas menos transitadas del día. Al igual que mucha gente de mi generación, tengo grabados en los intrincados recovecos de la memoria, el amplio abanico de ruidos, colores y olores que acompañaron mi infancia, y reconozco que disfruto rememorándolos al atravesar los pocos rincones de la localidad que aún conservan su esencia.

 

Posando la vista en esa oxidada reja o en aquella vieja pared desconchada y remendada de humedad, puedo viajar en el tiempo y trasladarme a pasadas épocas de bullicio callejero, corrales y patios de vecinos, en los que la vida transcurría a la vez ligera y ruidosa, mezclando el traqueteo sordo y renqueante de las ruedas de los carros, con los olores de las chimeneas, los pucheros hirviendo, la ropa recién lavada y el intenso y característico tufo de los animales de carga (mulas) en su camino diario hacia ninguna parte. Los azulados colores de la mañana imprimían por aquel entonces pinceladas de frescura a las encaladas paredes que componían el decorado de aquel limitado mundo infantil, y los silbidos de las golondrinas y vencejos saludaban con vertiginosas piruetas nuestro trayecto al colegio, mientras jugaban a kamikazes  marrulleros que nunca acababan de estrellarse. Finalizadas las clases, el macilento sopor del mediodía extendía una pesada manta sobre el paisaje y el monótono canto de las chicharras nos arrullaba de calma y abandono, hasta que el atardecer nos regalaba de nuevo otro de sus momentos mágicos, al inundar con oro puro las fronteras de nuestros sueños. Las aceras y las plazas se convertían entonces en enormes decorados y las aventuras aparecían por las esquinas o camufladas entre los árboles y las farolas, dispuestas a consumir nuestra niñez entre pan y chocolate o pan y quesito.